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La vida estúpida de Sebastián Arana

La vida estúpida de Sebastián Arana, 10

6 noviembre, 2011 by Álvaro Rafael No hay comentarios

Grúas de Caracas

10

La imagen de un Jhonny Rotten desilusionado al borde del escenario, de cuclillas, con la mirada en algún lugar indefinido del público. Suena «No Fun», versión de The Stooges. Sid Vicious se desliza al fondo y en su rostro hay quien quiere ver un fastidio como presagio de la fatalidad; poco tiempo después lo encontrarán muerto de una sobredosis tras el asesinato no aclarado de su novia en Nueva York. La «última» presentación formal de los Sex Pistols pasa a la historia por la frase de Rotten: «¿Habéis sentido alguna vez que os han estafado?»

Saúl mira una y otra vez este vídeo en su laptop. Se pasea por su casa envuelto en una bata y que en pocas horas será cambiada por una bolsa negra. Sin el brillo de Sid, pero de existir otra vida le complacerá saber que sí compartirá una muerte enigmática. Las últimas semanas las pasa encerrado en el apartamento, escribe reflexiones sobre Caracas que espera mandar a cualquier concurso, escribe sobre la vida en los hoteles y repite la frase: «Dormir en una cama de hotel es dormir varias vidas», manda cartas a Amaranta perdonándola pero que no reciben contestación, la chica vive una luna de miel con el fotógrafo con el que se fue, Saúl se considera un Jhonny Rotten desilusionado al borde de caer fuera del escenario. La falta de apetito presagia que ha llegado al límite en el que ya no hay nada más interesante que hurgar en la vida.

El teléfono suena una vez más: en la grabadora se marca el número que está evitando. La contestadora se activa y graba la voz de un hombre molesto, luego de decir que es la tercera vez que llama, suelta: «Tendré que pasar a verte». Fin de la grabación. Bosteza y se deja caer sobre el sofá, el sueño rápidamente acude borrarle la mente.

La primera vez que oyó esa voz fue en aquella reunión en la que Sebastián, minutos antes, le propuso un negocio. Habían salido a dar una vuelta a pie por La Hoyada. Era domingo por la tarde y las calles estaban vacías y el asfalto irradiaba calor y se creaban pequeños espejismos. La silueta de una grúa oxidada se marcaba por delante de un sol, círculo enorme y naranja, que empezaba a esconderse detrás de las montañas. Llevaba años allí, en medio de la construcción abandonada de algún proyecto fallido, entre la maleza que trepaba las paredes cubiertas de grafitis y los escombros, delineando el borde de una ciudad entonces teñida de crepúsculo. «Mira Caracas repleta de proyectos fallidos, le dice Sebastián a Saúl, hay quienes pierden su tiempo buscando una identidad de ciudad en una que no termina de construirse…», y entonces el timbre de su voz demostró aburrimiento y deseos de zanjar pronto la idea, «tengo algo que contarte»:

Mira la Avenida Fuerzas Armadas: las calles picadas para construir el carril exclusivo de una línea de autobús postergada. Época electoral, el alcalde se aprovecha de nuestra mala memoria colectiva y anuncia, seguido por las cámaras y los aplausos de la comunidad organizada, el «inicio» de las obras. Cuatro días después el calor del mediodía desorienta a un obrero cuyo martillo neumático se desvía de los límites demarcados en el pavimento y el ruido del martilleo se ahoga en el estrépito de cuando el piso bajo sus pies se desmorona. Un enorme boquete lo ha devorado. Compañeros acuden corriendo a observar el enorme cráter, pozo, bóveda o cueva prehistórica descubierta en mitad de una ciudad desacostumbrada a los hallazgos arqueológicos. Boquiabiertos, algunos; otros apuntan sus linternas hacia un fondo que se traga la luz como un agujero negro. No transcurren muchos minutos cuando el área está acordonada, camiones de bomberos trancan el tránsito y la policía aleja a los curiosos y le quita las cámaras a unos periodistas a los que se les obliga a decir que lo ocurrido no pasa de ser un lamentable accidente laboral. Sin saberlo, aquel desafortunado obrero había descubierto la estación fantasma de Fuerzas Armadas del Metro de Caracas.

Suele suceder que en las proyecciones de las obras de los subterráneos se planifiquen estaciones que finalmente nunca abrirán por diversos motivos. Cuando en los setenta se inician los trabajos de construcción del Metro de Caracas, sobre el mapa de una ciudad en pleno apogeo urbanístico se pusieron varias tachuelas. Cada una representaba una estación. Algunas fueron canceladas antes de iniciar su construcción, otras, como ésta, siguió un rumbo destinado a quedar bajo toneladas de burocracia y desvíos de fondos públicos. El escándalo fue tal que en las oficinas de las diferentes administraciones esta estación quedó desechada, abandonada y por último silenciada. Bueno, en realidad especulo. Quizá la verdad sea que nadie le prestó atención a esta obra ni se preocupó de la corrupción y así nuestra mala memoria hizo el resto. No convenía darle a conocer a los ciudadanos que bajo la ciudad por donde caminan a diario se mueven túneles de otra ciudad esperando ser habitada cuando el caos se apodere de la superficie. Sigo especulando.

Saúl seguía el paso por las calles del centro de Caracas. La última vez que estuvo por esa zona había llegado en bicicleta con su LOMO para tomar unas fotografías de los «lugares culturales de la vieja Caracas» que colgó en una página y que ninguno de sus amigos que las vio supo ubicar. De aquel voluntarioso Saúl no quedaba ni rastros. Se había vuelto un ser dócil, dejó de congregar gente en su casa y su aspecto era cada vez tan ruinoso como su salud: la tos le impedía mantener conversaciones largas y con frecuencia se quejaba de dolores musculares. Aun así, en las últimas semanas acompañaba a Sebastián a dónde éste le dijera y no dudó en embarcarse en aquella travesía que empezó en los sótanos de un local de reparación de electrodomésticos cercano a la iglesia de Sagrado Corazón de Jesús. En realidad, ahora soy yo quien especula.

En aquel momento Sebastián apuntó su linterna hacia el anden y las ratas se refugiaron en los rieles. «Un poco de limpieza basta», dijo, con una mueca irónica que pronto se transformó en el fastidio que últimamente guiaban sus palabras. Si Sebastián había dejado la comodidad de su casa en Santa Eduvigis el mejor lugar para continuar su camino hacia la estupidez era lejos del orden, lejos de la normalidad, lejos de la sociedad establecida: en el mundo subterráneo. En la extraña tranquilidad que le brindaba una estación fantasma del metro de Caracas. «Siéntete cómodo, S», dijo Sebastián, y se arrojó en un sofá que seguro arrastró una noche a su cueva desde de la basura superficial. «En minutos tendremos visitas».

Saúl miraba sorprendido, o mejor dicho, imagino que miraba sorprendido a lo largo de un andén apenas iluminado tal vez por velones o algún modo de iluminación primitivo que Sebastián había instalado. Pudo preguntarle cómo conoció aquel lugar, no lo sabemos con claridad, la historia que te cuento en este momento se filtra de una boca a otra y llega a mis oídos como el fino hilo de una voz que se apaga. Lo cierto es que estuvo allí. A partir de ese momento estaría allí otros días. En el mundo subterráneo de un Sebastián apoltronado en un sofá del cual salían resortes retorcidos, con una mirada de satisfacción como el rey de las tinieblas que pretendía ser, complacido de la suciedad del ambiente, de la humedad apenas recortada por algún ventilador industrial, de ese extraño territorio que había conquistado.

Se oyeron unos golpes al otro extremo del túnel. Imagino que Saúl se sobresaltó, que la luz de linterna que lo iluminó algún efecto de sorpresa habría tenido en él. Entonces oyó por primera la voz. Seguro esperó unas palabras que encajaran con el ambiente sombrío. Pero eran más bien saludos amigables de un hombre y una mujer que se acercaban con enormes zancadas. En ese momento Sebastián le propuso lo que luego me contaría Valeria. «Aumentemos el monto de la apuesta», y en seguida explicó que salir con Dwuasileth y con Yargulis, como hasta ahora ellos venían haciendo, era poco para descender, que si querían tocar fondo debían convertirse en explotadores y luego, eventualmente, ser explotados ellos, «en esta parte del juego entran Sumalla primero y luego el Oriente», dijo, encendiendo un cigarrillo, o imagino que lo encendió para darle rigidez a sus palabras. No siguió más: los visitantes ya estaban al lado.

Saúl despierta y consigue a su alcance la libreta en la cual anotaba las citas que le había programado a Yargulis para la semana siguiente: un cliente en Santa Fe, abogado conocido por haber defendido a un sindicalista famoso los meses posteriores al paro petrolero, al parecer encantado con los cabellos ensortijados de Yargulis; otro, un antiguo comediante de Radio Rochela venido a menos, que ahora se gana la vida haciendo stand-up de chistes babosos para un público desagradable que llena bares sórdidos de Sabana Grande y Chacaíto; otro, un ingeniero aeronáutico socio de una aerolínea de envíos que ya había invitado en un vuelo privado a Dwuasileth a Los Roques y que dejó que le tomara fotos durante el sexo que ella luego envió a Sebastián. Fotos porno que ahora decoraban lo que podía llamarse la habitación de Sebastián y que le servían a él para sentirse humillado: «La humillación nos quita la humanidad», decía, mirando las fotos de su novia con este amante, con otro, fotos que cuando salía a la superficie se encargaba de entrar a cibercafés para publicarlas en páginas caseras venezolanas.

En las páginas finales de la misma libreta estaban los nombres de otro tipo de clientes: un joven médico residente en el Periférico de Catia que se mantenía despierto durante las jornadas de fines se semana esnifando cocaína; un viejo profesor universitario de estudios internacionales de la UCV que se le veía rodeado de estudiantes en El Trompezón o en el Ling Nam de Los Chaguaramos con libros de Bakunin agujereados donde escondía piedritas de crack; una estudiante que encendía un porro para tragar sus estudios de ingeniería industrial en la UCAB. Clientes del más diverso estrato, en los puntos más distantes entre sí de la ciudad y siempre fieles.

Sebastián había notado la rentabilidad en el negocio, quería riesgo, quería más, quería subir el precio de la apuesta. Le había exigido a Saúl que no le respondiera más las llamadas a Oriente. Saúl camina por la casa, mira una vez más el vídeo de Jhonny Rotten en su laptop y ahora enciende la televisión: juego de la NBA. Alguien llama a la puerta. Imagino que creyó que era Sebastián, o que creía que era Sebastián. Especulo, seguro sabía quién era. Para sorprenderse hace falta un alma, él ya no la tenía, lo deja pasar, hay una discusión, finge que discute, el visitante enciende la radio para ocultar los gritos, los vecinos lo asumirán como otra noche de farras del hijo de la autora de autoayuda, llaman a la policía que desiste de ir, empiezan los forcejeos y llegan hasta el balcón. Un cuerpo que empuja a otro hacia el vacío. Jhonny Rotten, desilusionado, pregunta al público:

¿Habéis sentido alguna vez que os han estafado?

El vídeo se detiene y aparece la lista de sugerencias de Youtube. Nadie esa noche abrirá otro vídeo.

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Relatos

El apostador

8 junio, 2010 by Álvaro Rafael 2 comentarios

El apostador

1

Todo en la vida es una apuesta de alto riesgo, me comentó mientras mirábamos la tarima. La emoción que los días previos demostraba por el concierto de The Misfits se había ido. No me quiso contar lo que había sucedido esa tarde, pero igual pensé de qué se trataba todo. Las cosas pueden salir bien, mal o simplemente no darse como uno quisiera, agregó, pero es de cobardes no intentar hacer algo. Entonces me invitó a jugar a las cartas mientras esperábamos que iniciara el concierto.

Nos sentamos en un espacio al final de la sala del CECIM de City Market habilitada para una noche de horror punk. Repartió las cartas y me comentó, como para sacarme de mis dudas, de que su vida había entrado esa misma tarde en un «punto y aparte». La explicación que vino después no fue clara, pareció querer justificar la actitud de su chica que yo nunca entendí. Habló de etapas de cuestionamientos, de que ella buscaba reconsiderar las cosas y que ahora necesitaba soledad, perderse un tiempo fuera del país y luego regresar para replantearse sus necesidades. Así que él no insistió más.

2

Jugábamos al póquer y sus manos habían sido buenas hasta entonces, cuando dijo que había apostado a replantear las cosas y seguir. Me comentó que eran más las cosas que los unían que las que los separaban. Entonces pensé ¿para qué perder una relación así?, pero no se lo dije. Dejé que hablara, necesitaba hablar más que nunca.

Dijo que había aprendido mucho con ella, y creía que el aprendizaje había sido mutuo y que sentía que quedaban muchas cosas más por descubrir juntos. Los conozco a los dos y sé que son personas maduras y tienen trabajos que les sirven para vivir con independencia. A veces él se quedaba en su casa o ella en la casa de él. Quise seguir, me dijo, aposté, siempre he sido un apostador, pero no gané en esta ocasión. Ahora hay que seguir, dijo, y lanzó una buena mano con la que ganó la ronda.

Mientras miraba mis cartas malas y a la gente que empezaba a llenar la sala, me comentó que las cosas duelen. Evidentemente, duelen, insistió. Aunque sabía que era una reacción natural y temporal ante la ausencia de un ser querido. Pensé que quizá demoraría más en equilibrarse por esa facilidad que tiene para apegarse a determinadas personas. Pero sé que seguirá, pensé, cuando las luces se apagaron y empezó a sonar el intro macabro del concierto. Recogimos las cartas, nos pusimos de pie y corrimos para mezclarnos entre el público.

3

El peor sonido que hemos escuchado. Salimos con una mezcla de rabia y tristeza, con la certera indignación de que podemos decir que estuvimos y no estuvimos a la vez en The Misfits en Caracas. Las canciones pasaban una tras otra con mucho ruido y nuestro máximo logro era adivinar cuál era.

Mientras desalojamos el centro comercial, nos topamos con una pareja que salía también del concierto y discutía airadamente. Un vigilante miraba de lejos, dudando entre seguir sentado o intervenir entre un chico con cabeza llena de pinchos y una chica con la cara pintada de calavera. Finalmente esperó que la pareja saliera entre gritos del centro comercial. Mi amigo me comentó que ellos nunca habían peleado por cosas serias, que incluso la conversación en que pusieron las cosas en claro fue amistosa y por instantes llena de risas por el recuerdo de los momentos vividos.

Mientras recorríamos el bulevar de Sabana Grande hacia la avenida principal lo noté con un toque de melancolía y calma. Supongo que estaba claro de que debía adaptarse a la situación en la que estaba. Sabía que todo sería aburrido ahora que debía replantear las cosas: el viaje a Europa con ella quedaba suspendido, así como vivir juntos, así como tener una mascota juntos. Al menos, me dijo, tenía el consuelo de que no hay alguien por allí que le odia ni que el quedó tan herido como para odiar a alguien (aptitud inmadura que vemos en otras personas cuando suspenden o terminan sus relaciones). Por eso mismo, me dijo, hablaba al comienzo de que esto había sido «un punto y aparte». El futuro seguro les tenía reservado una tarde con un café de por medio y de recordar los buenos momentos.

Por ahora, a él sólo le quedaba seguir apostando. Las partidas no debían parar, había que seguir apostando, por ella, por quien sea o por lo que sea. Aún nos faltaba para llegar a la gran avenida. El peligro del bulevar a esas horas se mantenía. Pero había que seguir. Siempre hay que seguir apostando.

_____________________

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Relatos

Caracas negra

6 septiembre, 2009 by Álvaro Rafael 18 comentarios
Caracas negra

 

1

Dejo correr el disco hasta que termine. Últimamente, me acuesto en la cama y dejo que el reproductor lance canciones al azar. Pasa una, pasa otra. No le presto atención a ninguna; sólo es ruido que intenta mitigar mi intranquilidad. Esta noche suena Psychocandy de Jesus and Mary Chain. No quiero que el disco termine. Después de la última canción ya no tendré en qué ocuparme. Pero ocurre, termina y decido salir a caminar.

Son casi las 9 pm y mi cabeza es un hervidero. Es el viernes que termina una semana de inquietud tal vez exagerada. Exagerar. Cuando no quedan más atributos que hallar en una ciudad como la nuestra o en la vida propia lo único que queda es exagerar. Tomo las llaves y salgo de mi apartamento, sin pensar en los riesgos que, según dicen, corremos por la insolencia de querer pasear por nuestras calles.

Salir a caminar un rato quizá me alivie. Llegar hasta Subway de El Rosal y comer hasta que las sillas volteadas sobre las mesas me indiquen que ya debo irme. Esta noche los empleados toman formas menos discretas: pugnan a gritos entre ellos para ver quién cierra la caja, suben la música hasta el borde de la sordera y recuerdan con mofa a algún cliente del día. Gritar. Burlar. Cuando pasas todo un día recibiendo órdenes de cientos de personas los últimos treinta minutos de la jornada deben ser los más esperados para recobrar el orgullo.

 

2

 

Camino hasta Chacaíto y me siento en plaza Brión para observar a la gente que la ha adoptado como suya: parejas sin dinero ni espacio propio que aprovechan la oscuridad para llevar una mano indiscreta sin ser juzgada, vagos que hurgan en la basura la comida aún fresca y las putas de Caracas que empiezan a salir a ganarse la vida.

Pasa a mi lado un joven predicador que anda entregando volantes para su iglesia: me mira y sigue de largo hasta interrumpir el silencio de otra persona. A sus ojos mi alma ya no tendrá remedio.

 

3

 

Transcurren unos minutos. Un joven desarrapado salta las cadenas de Beco, se sienta junto a las escaleras mecánicas apagadas y saca de su bolsillo una pipa de crack. No lo juzgo. En cierta medida huimos de la misma realidad.

Me levanto y camino en dirección a Sabana Grande. Empiezo a ver los transexuales de Caracas que van rumbo a la Avenida Libertador a detener autos que las lleven a un hotel de mala muerte: el hotel Nilson, el hotel Lima o el hotel Sur en la calle de los hoteles. Un antiguo cine ha sido tomado por una poderosa iglesia evangélica. Enfrente la feria de comida Broadway me conduce a mi infancia cuando los domingos mi mayor preocupación era elegir el restaurante de turno. Ahora un casino o bingo ha ocupado los lugares y los trabajadores, con esos ridículos trajes de colores, se arremolinan en la salida. La jornada ha concluido para algunos y entre gritos de felicidad planifican la rumba de la noche: ir a beber o bailar salsa o vallenato en alguna discoteca de la avenida Solano.

Ha sido día de pago y hay que hacer uso de ese dinero. La semana que viene es aún lejana, la preocupación por no tener un centavo durante esos días puede esperar.

Llego hasta la esquina, el semáforo peatonal está en rojo, me detengo, observo el edificio en cuya planta de día hay un restaurante. De noche se abren las puertas del Volta, donde hombres entran y salen buscando las putas baratas de este famoso burdel. Una motocicleta de la policía estacionada a la puerta del edificio indica que son permisivos o que cobran por la seguridad. Siempre he creído que si los policías son arrastrados al crimen es por el abandono al que son sometidos.

El olor a basura pegada en las aceras me irrita y me produce náuseas. Decido regresar a Chacaíto y entro a la estación de Metro y sorpresa: el parlante anuncia que el retraso de más de quince minutos se debe a que un desequilibrado ha entrado a los túneles. Minutos después voz diferente indica que por problemas eléctricos causados por el nuevo apagón general debemos desalojar la estación. La improvisación se ha apoderado del Metro incluso para mentir. Maldita sea. Salgo y los taxis de la línea no dan abasto a la demanda.

Entonces camino, no hay más remedio que cruzar el bulevar de Sabana Grande. Cuando estás abstraído en tu propio infierno no piensas en la famosa peligrosidad de las calles. Incluso a veces he soñado en salir a buscar una riña. Molestar a algún borracho o intentar entrar a la fuerza a un bar. Que te apuñalen es mejor que ahorcarse. La reencarnación y el karma son siempre opciones que no se pueden despreciar.

Es una noche movida: el Caracas FC ha jugado un partido adelantado y los fanáticos se esparcen por las proximidades del estadio olímpico. Es un grupo bullicioso, aunque el equipo no haya ganado. Se concentran frente al McDonald’s de Plaza Venezuela niños con sus padres. Para mí la ubicación es diferente: se concentran sin saberlo frente al Bar-Hotel Tiburón, bar de chicas donde se grabó El pez que fuma.

 

4

Tantas noches para caminar y he elegido esta del caos. Noche del caos. Caracas negra. Un tipo extraño se me acerca y me pregunta la hora. Subo mis mangas para indicarle que no llevo reloj. Se marcha. Sobre nosotros se levanta la torre La Previsora con su enorme reloj electrónico que marca la medianoche. Quizá me analizaba para un robo. De ser así perdí la oportunidad que buscaba de pelea. Por fin pasa un taxi y estiro la mano: como siempre ocurre, la solidaridad de los taxistas huye cuando el Metro colapsa y el precio que me da triplica la tarifa normal. Detengo otro, luego otro; espero al taxista menos deshonesto y entonces subo.

El taxista me cuenta generalidades: las fallas del metro cada vez más continuas, la política, temas que son de su interés en este momento pero yo ni siquiera finjo ni me interesa fingir que le presto atención. Miro en cambio las luces de la fuente de Plaza Venezuela. Un vago está dormido a mitad de la plaza. Sobre él hay un cartel de Caracas segura o algo así. Imagino cuánta gente se abstiene de salir a caminar por Caracas porque sienten la hoja del cuchillo en la garganta. En ese momento me veo a mí mismo: salir a caminar me ha costado mucho. Tal vez mañana vuelva a caminar. No lo sé. Esta ciudad se empeña en alejarnos de ella.


Foto: Nelson González Leal

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Estado social

El ahorro y la venezolanidad

15 mayo, 2006 by Álvaro Rafael 3 comentarios

Dinero en llamas

·

¿En qué gasta el venezolano su dinero?

Hay un hecho en el venezolano promedio me ha intrigado: ¿Por qué el venezolano de clase media baja/baja (estadísticamente mayoritario) se empeña en destruir su dinero en costosas bagatelas mientras vive al mismo tiempo en la miseria?

Pongo de ejemplo un caso que observé en mi oficina y que me parece típico de nuestra idiosincrasia: la alegría embargó la modesta casa del señor Jonson cuando transformó las utilidades de fin de año en un moderno televisor de plasma, en el mejor DVD del barrio y en la fiesta con mayor concurrencia que haya podido presenciarse en toda la zona. Para mediados de enero, el señor Jonson anda irascible y drena su molestia en la señora María por la falta de dinero para sostener a Dickinson Miguel, Jonson Júnior, Frebert José y la pequeña Yhormarýh.

¿Por qué esta falta de previsión, tan común del venezolano promedio? ¿Un deseo de no ver morir el dinero ante la siempre ascendente inflación?

¡No!

Para aclarar este detalle de la venezolanidad (y, en cierta medida, del ser latinoamericano), hay que echar mano del pensamiento del doctor Úslar Pietri sobre otro aspecto ciertamente relacionado. En un reciente artículo publicado por Pedro Penzini López en la revista ZETA («La siembra del petróleo», nº 1561), se cita a tan atípico venezolano en cuanto a lo que él llamaba el «divorcio entre riqueza y trabajo».

Según Úslar Pietri, el venezolano está genéticamente condenado: en la época colonial, a diferencia de algunos países anglosajones, la mayoría poblacional estaba compuesta por esclavos (o descendientes en algunas ramas de esclavos). El esclavo era sometido con la fuerza más brutal a desempeñar un trabajo por el cual, obviamente, no recibía retribución alguna, trabajo por el cual no podía menos que sentir un desprecio natural. Así, fue imprimiéndose en el patrón genético un modelo que no asociaba trabajo con dinero, y, por extensión, tampoco asociaba trabajo con progreso económico y social.

Por lo tanto, regresando a nuestra caso, cuando Dickinson Miguel obtenga su primer salario no pretenda usted que lo deposite en una cuenta de ahorro o lo invierta en su educación…, no: Dickinson Miguel merece algo mejor: durante quince días sacrificó su juventud y su tiempo, su genética le pide una gratificación por ese odioso y molesto trabajo: merece los mejores zapatos de entre sus amigos, merece salir a rumbear con ellos a la mejor discoteca (para su estilo) de Sabana Grande y no sólo invitarlos, sino invitarles las bebidas hasta donde pueda alargar ese sueldito. Si por la mente de Dickinson Miguel pasan conceptos vagos y nebulosos de ahorro, que por supuesto no dará esa palabra porque dentro de su vocabulario no se ha estampado ese vocablo, no será más que para reunir varias quincenas con las que comprar el último celular de moda con adaptador para su futuro Home Theater que desea adquirir después de reunir más quincenas. Frebert José mira a su hermano y lo admira. En su pequeña mentecita empieza a dibujarse ese día en que ganará su primer salario; así, sus privaciones actuales (y antepasadas) desaparecerán. Algún día tendrá más de un hijo, quienes muy seguramente pensarán como él.

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Entrada de Instagram 2152757401870630145_17836884 «Y cada vez que vuelvo
Un mismo final
Afuera el mundo sigue
Soy uno más buscando en el mar
Cae el sol».
•
#Lima #sodastereo #atardecer
Entrada de Instagram 2128707588078247984_17836884 Caribe (2009).
Entrada de Instagram 2084614024348433291_17836884 En realidad, el plan era hacer una escala de dos o tres días en Santiago y proseguir con el viaje hacia el destino final. Esto no ocurrió y quedé con un boleto hacia una ciudad que no figuraba en mi lista por conocer y de la que conocía muy poco (Costanera Center, Estadio Nacional, precordillera). «Es una ciudad nueva de todas formas, un país que no conozco, veamos qué tal», me dije como consuelo. Lo cierto es que Santiago me ha sorprendido. Me he conseguido una ciudad con amplios parques y miradores increíbles, bulevares que se entrecruzan y dieran la impresión de nunca acabar, con unas calles que en algunas partes evocan alguna vieja ciudad como Barcelona o Roma y en otras, más modernas, explican muy bien el apodo de Sanhattan. Hay una planificación urbana envidiable, con un metro que desluce otros subterráneos que alguna vez me deslumbraron. Mi visión ha sido breve, la del turista en un viaje improvisado, pero me satisface lo que vi.

#Santiago #Chile
Entrada de Instagram 2083487850083877342_17836884 Pacífico al sur.
Entrada de Instagram 2082368493836514550_17836884 En los últimos cinco años he conocido Los Andes desde Mérida hasta Santiago. Y la ruta sigue.
Entrada de Instagram 2081018812577561749_17836884 Punto de fuga.

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