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La vida estúpida de Sebastián Arana

La vida estúpida de Sebastián Arana, 6

7 mayo, 2011 by Álvaro Rafael No hay comentarios

Sofá

Hoy es un día para no hacer nada. Para no abrir un libro. Para no ver televisión. Para permanecer todo el día acostado en este sofá largo de mi apartamento y ni estar consciente del tiempo. Alguna vez, de niño, me dio por romper todos los relojes de mi casa. Pensé que si eso abstracto que era el tiempo me llevaba siempre a clases, si me negaba a ver su concreción en forma de reloj estaba renunciando a la certeza de ver cada mañana a una profesora que odiaba. Tonterías de niño que se grabaron en mi memoria.

Hoy es el típico día que no se grabará en el recuerdo. A diferencia del de ayer: estuve en tribunales, un caso esporádico que me cayó: un divorcio. Pareja profesional, ambos de treinta años, diez años de noviazgo y la convivencia conyugal destruyó todo en menos de dos años. Gritos, peleas, agresión física, mientras peor sean los argumentos que ella me mencioné mejor será para que salga su divorcio. Muchas veces los abogados hacemos un poco de psicólogos, y ya sé aspectos de su vida que en realidad nunca me interesaron saber. Por ejemplo, el divorcio para ella es gran un fracaso sentimental. En el fondo me río: el verdadero perdedor de todo divorcio es la economía personal. Más que sentimental, es un fracaso que acarrea deudas que llevan al empobrecimiento porque las deudas que antes eran de dos ahora tendrás que cubrir sola con unas ganancias que también estarán divididas hacia abajo. En un momento de extraño brillo, le pregunto si acaso no hay manera de evitar el divorcio: ella me dice que no, tajantemente no, que su vida está destinada a cosas más grandes.

 

COSAS MÁS GRANDES

A veces creemos que estamos trazando el mapa de la Historia, cuando no estamos más que dibujando malos bocetos que, de seguirlos, nos llevarán a naufragar en el fondo de nuestro propio ego.

 

Volvamos a los tribunales

Los abogados que sueles ver son de dos tipos: los que llevan varios años ejerciendo y los que están empezando. Quedémosnos en estos últimos: la mayoría son chicos pretenciosos que creen que se las saben todas, recién vestidos con trajes comprados en Zara con la primera paga, muy llamativos porque los llevan muy ceñidos al cuerpo y con rayas, pequeñas versiones de Al Capone modernos, zapatos de aguja pronunciada y corbatas brillantes, malolientes a combinaciones descontinuadas de Perfume Factory, en sus papales de los Futuros Abogados Importantes de la Ciudad y que basta con que los detengas y cuestiones sobre la disposición más elemental del Derecho para que toda su construcción de importancia se desmorone y no tengan más remedio que llamar al equipo interior del engreimiento y la vanidad para que cubran las ruinas de sus egos. Viven de eso: de una imagen de lo que aspiran ser, ¿y qué aspiran ser? Convertirse en el primer tipo de abogados, el de los veteranos en más de una batalla del envilecimiento, en expertos timadores, en tejedores de intrigas, pero conocidos, venerados y honrados como el progreso de la sociedad.

Saúl me decía que luchar llevaba implícita la renuncia de lo que nos hace seres humanos, y por eso él no luchaba contra nada, iba por la vida con la tranquilidad de quien no le hacía mal a nadie, creo que hasta era vegano y en su apartamento de Santa Eduvigis sonaba últimamente música new age. Risas, me reía siempre de sus aforismos sacados de revista juvenil en decadencia. Porque creo todo lo contrario: la lucha es lo que nos hace ser humanos, y quienes no lo hacen terminan envilecidos por la nada o conquistados por otros, como animales, como esclavos, jugando a querer volar lanzándose por las ventanas. Pero algo noté ayer: la lucha de muchos es para, sin saberlo, ser unos grandes estúpidos. En simular que cambian el mundo, o incluso el suyo propio. En jugar a ser los motores de la sociedad, cuando no son más que su carga pesada. En creerse grandes cartógrafos cuando no son más que pobres artistas sin habilidad de usar cuadrantes. Enciérralos a todos en un tribunal y de allí no saldrán nunca. No crearán nada que sea para la posteridad, que es lo único que vale la pena: esa aventura hacia la creación de algo que perdure.

Suena mi celular y me saca de estas ensoñaciones inútiles. Lo tengo al pie del sofá y veo que la pantalla se marca un mensaje de Valeria. Dice que quiere hablar conmigo. No hablo con ella desde hace un mes aproximadamente y la verdad que no me intriga saber qué me quiere contar. Me levanto con la única motivación de hacer algo. La nada me hastía. Me cambio y antes de salir me asomo por la ventana de mi apartamento: el mundo está lleno de personas como Sebastián.

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La vida estúpida de Sebastián Arana

La vida estúpida de Sebastián Arana, 5

18 febrero, 2011 by Álvaro Rafael 1 comentario

Santa Eduvigis

5

Siempre creí que determinados actos, como el suicidio, merecen ciertas formalidades. Llegado el momento, olvidas escribir cartas de justificación. Desestimas, por fastidio o tal vez por alguna reminiscencia de pudor, de enviar cartas personalizadas de despedida a las personas de tu entorno. Simplemente te levantas una mañana con el peso de los días previos en ese planeta del hastío con elevada gravedad y sientes que así, cuando te asomes pesadamente por la ventana y te lances al vacío, caerás veinte pisos con la velocidad de una bala. Lo suficientemente rápido como para no pensar siquiera en lo que ocurrirá en algunos segundos. Así es mejor. No vaya a ser que en pleno descenso te pique el arrepentimiento y sepas que, a pesar de ese estado de irrealidad cercano a la muerte, no puedes pedir que te broten alas de la espalda y salgas volando.

No sé si creía en la reencarnación. No sé si imaginaba que luego del golpe se levantaría y encontraría a su lado unas escaleras al cielo como en las escenas finales de Last Days. Los suicidas suelen construir barricadas que imposibilitan franquear sus pensamientos. Te imaginas, sí, que se sienta entre lágrimas de amargura a redactar esa carta que Saúl no se sentó a redactar los minutos previos a ponerse una bolsa de mercado en la cabeza y lanzarse por la ventana de su apartamento en Santa Eduvigis. Golpe en seco. Personas que se despiertan un sábado por la mañana. Gritos de horror de algún vecino al asomarse por la ventana. Policías que llegan a levantar un informe. No se sabe si se puso la bolsa para no ver la caída o si quería asfixiarse y por error cayó por la ventana. Qué irónico sería una muerte accidental causada por intento de suicidio.

No se encontraron cartas. Ni siquiera una nota en alguna de sus redes sociales, como me diría luego Valeria, quien me llamó molesta (sí, molesta por tener que darme esa noticia) para informarme que Saúl había hecho lo que todos estábamos esperando, y agregó que lo último que él había escrito en su Twitter era acerca de un partido de la NBA que estaba viendo la noche anterior. Soy malo en los momentos difíciles: siempre salgo con algún comentario pretendidamente gracioso para reírme de la tragedia, pero comentarle a Valeria que no conocía el grado de fanatismo de Saúl por algún equipo de la NBA fue suficiente para que ella rompiera a llorar y acusara a la ex tipo Suicide Girls de haberle arruinado la vida. En el fondo sé el dolor que causa una ruptura cuando no eres tú quien la busca. Sé el fastidio de asumir nuevamente tu vida sin nadie al lado a quien le cuentes las cosas que haces, con quien salgas a cenar, a ver una película, te des unos besos y esas cosas que cuando tienes alguien a tu lado no te das cuenta de lo grandioso que son por su odiosa sencillez y sé que perder todo eso te puede llevar a perder mucho más: la cabeza. Si quieren tener una noción de lo que se siente estar solo luego de una ruptura escuchen la canción «Razones» de Bebe, música que no es mi estilo pero que habla de esa enormidad y frialdad que adquiere tu cama cuando te toca dormir solo. Y es mi caso ahora. Y era el caso de Saúl desde que le dejó la estudiante de filosofía para irse con el lomógrafo maldito.

Pero sabía que no fue por ella por quien Saúl se había arrojado por la ventana. Era un sábado por la mañana y los investigadores no querían darle muchas largas al asunto: el tipo vivía solo, los vecinos hablaron de depresión, de noches con música de rock a todo volumen y visitas de gente extraña (y yo agregaría, gente estúpida) para consumir drogas. Listo. Informe cerrado, suicidio, levantamiento del acta de defunción, desayuno criollo para todo un cuerpo policial en la fuente de soda que queda al lado pagado con nuestros impuestos. El mundo no se detiene con la muerte de una persona. Somos tan insignificantes que podemos amarrarnos una bomba al cuerpo y lanzarnos a darle un abrazo de amor al presidente y el mundo no se detiene. El mundo sigue y la historia demuestra que los cambios momentáneos con los años se diluirán en la memoria de los mortales porque la vida no tiene continuidad y todo lo que hagamos está marcado por la ligereza. No sé si Saúl creía en la reencarnación, pero en todo caso la fragilidad de la idea de la reencarnación está en que nadie cuando nace se acuerda de lo que hacía en la otra vida y sin memoria, repito, no hay continuidad de nada y sin continuidad cada vida se apaga con su término.

Valeria me llamó para que la acompañara a hacer los trámites. Lamentablemente, soy abogado y la gente me consulta esas cosas odiosas relacionadas con papeleos y burocracia enfermiza. La acompañé entonces. Llegué primero hasta su casa en Santa Mónica y en cuanto me miró bajar del taxi se quedó sorprendida. Cuando notas que alguien se sorprende de verte lleno de moretones y caminando a trompicones te das cuenta de lo poco que se habla de uno. Supongo que tampoco sabes nada de Sebastián, me limité a decir. Me dijo, para mi sorpresa, que sí, que había hablado con él hace dos semanas por teléfono sobre nada en particular y que él tuvo que trancar porque había cuadrado con unos culos para ir a bailar en El Maní. Cara de asco y palabras llenas de repulsión de Valeria cuando se refería textualmente a lo que le dijo el «estúpido» de Sebastián. Iría con Saúl, agregó. Dos cosas quedaron claras en ese momento: que el tipo no había quedado tan jodido como yo luego del accidente y que no había que ser investigador para saber que él sabía algo de lo que pasaba por la mente de Saúl, o que incluso fue responsable de ello. No lo sé, ando paranoico desde el accidente: ya no confío en casi nadie, duermo mal, estoy de mal humor casi todo el día. No sé si debería ir a un psiquiatra para que evalúe mis ondas cerebrales. Me fastidia ir a los médicos.

Tomamos el mismo taxi en el que llegue a casa de Valeria y nos dirigimos hasta Bello Monte. Identificación a la puerta de la morgue, firma de más actas, señoras que lloran por la muerte de un hijo en el barrio El Carpintero, muchacho deportista que no se metía con nadie, lo que hacía era sólo jugar con los panas en la cancha y más nada, capaz y fuese cierto, pero el mundo sigue y no echará de menos a la promesa del básquetbol que mataron para robarle un BlackBerry. El mundo es tan insustancial y efímero. Si yo viviese en un barrio también andaría con esos lujos: el mañana no existe.

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La vida estúpida de Sebastián Arana

La vida estúpida de Sebastián Arana, 4

7 febrero, 2011 by Álvaro Rafael No hay comentarios

Árbol Altamira, Chacao, frente a Bahía's

4

La mayoría de los desastres es consecuencia de una sucesión de eventos mínimos de los que muchas veces no somos conscientes. Envías un correo lleno de quejas al periódico que publicó una reseña con errores y sin buscarlo causaste el despido de un redactor padre de familia y la desestructuración de la familia terminó en la excusa que alegó uno de los hijos adolescentes del redactor en su carta de suicidio. Te burlabas de los granos en la cara de un compañero de clases y el aislamiento produjo en la cabeza de este chico un corto circuito que lo llevó a ser un asesino en serie. Somete a una población a la marginación como parte de una guerra entre ideologías políticas antagónicas y con los años tendrás un enviado de Dios que estrelle contra una torre un avión repleto de pasajeros.

Indaga en la mente del adolescente suicida, del asesino en serie, del kamikaze, y verás que ellos no nacieron con un gen de la tragedia, sino que siempre señalarán un hecho en concreto como punto de partida de la reacción en cadena que ocasionará la gran explosión del caos.

Pero para Sebastián no había un hecho que marcara el origen del caos. Él había elegido el caos por su propia cuenta y ni siquiera se molestaba en acusar a nadie. Sencillamente quería el caos por el caos mismo y de esa manera se había entregado a provocar toda esa cadena de eventos que lo llevaran en dirección contraria al hijo suicida, al chico con granos en la cara y al terrorista: mientras ellos iban hacia un efecto, él buscaba generar la causa del caos. Mientras todas las personas que llevan «vidas normales» se dirigen hacia una dirección (una vida ordenada, una familia amorosa, un trabajo estable), él se había propuesto regresar a los orígenes de todo, o al menos eso presumía: quería volver a cuando todo era un caos, cuando no habían estructuras, cuando la evolución no había sacado a los hombres de las cavernas para llevarlos hacia el tedioso progreso. Había tomado la dirección de la oscuridad, de la involución, de la estupidez.

Todo eso me lo dijo de camino a casa de Valeria a no sé qué una noche fastidiosa en que acepté acompañarle no sé por qué, poco antes de señalar el árbol que crece frente a Bahía’s en Altamira y me preguntó si no me parecía que ese árbol estaba jodidamente atravesado en mitad de la calle. No terminé de decir sí cuando apretó el acelerador de su aburrido Aveo cuatro puertas y cuando levanté la mirada de su zapato lo que vi fue la brillante luna llena en el lugar donde debería estar el piso y luego mis pies en donde debería ver el techo del carro y no sé qué más. Muchas veces oyes decir que los segundos previos a de morir ves pasar tu vida como un flashback emotivo, casi cursiloide, en el que aprecias cada momento de la vida que vas dejando. Debe ser que el Dios editor de la vida sólo pone esta secuencia cuando realmente vas a morir, porque lo que yo vi en cambio fue, antes de abrir los párpados y encontrarme en una camilla de ambulancia, la sonrisa en Sebastián estrellándose contra el parabrisas y la sangre de mi frente cubriendo mis ojos y si creen que hubo trompetas de ángeles tocando el soundtrack de bienvenida al cielo se equivocan.

Ni siquiera fui consciente de las vueltas que dio el carro, las suficientes como para que luego una enfermera de buen humor me dijera que terminamos diez metros más allá, cerca de la bomba, con el Aveo ruedas arriba y dando giros como un trompo en forma de acordeón.

El instinto de supervivencia en estos casos no suele ser muy brillante, ya que lo primero que le pregunté fue si la atención médica que me habían dado sería gratis o tendría que pagarla yo. Vivo en un país donde no puedo darme el lujo de sobrevivir a accidentes cinematográficos, por lo que morir resultaría más económico. Fue cuando me percaté de que estaba en un dispensario lo suficientemente miserable como para intuir que yo no tenía nada de gravedad, sólo unos moretones y la desorientación producto del shock de pasar por un choque.

No quise preguntar por nadie más. Más bien, alguien que presumí como un funcionario de salud me sometió a una serie de preguntas un tanto imbéciles y luego apareció un Polichacao con la finalidad de continuar con un cuestionario del tipo me-sabe-a-mierda-que-estés-saliendo-de-un-accidente, güevón. El tipo estaba interesado en saber las circunstancias del accidente. Me dijo que el árbol con el que nos estrellamos es un símbolo del municipio Chacao. Mentalmente maldije a Sebastián. Pensé en las mentiras que por su lado habría dicho para justificar chocar contra aquel árbol y en la estupidez de los símbolos.

Cualquier persona medianamente inteligente sabe que una de las primeras irracionalidades que te enseñan en los colegios es el respeto a los símbolos. Un hombre podía estar con la camisa ensangrentada, con moretones en todo el cuerpo, con la memoria temporalmente disminuida, pero importaba más la integridad mellada de un puto árbol. Siempre es así: vale más un símbolo que una persona. Si no me creen, vean cómo hemos dejado de ver a Bolívar como un simple mortal y le hemos conferido toda una simbología que lo lleva al plano de la divinidad, y la divinidad siempre es irracional. Todavía me acuerdo cuando en sexto grado me tocó leer un ensayo que escribí en ocasión del natalicio de Simón Bolívar en el que criticaba su carácter autoritario que dejó como herencia nuestra admiración por lo militar en lugar de por lo civil y en el que sugería que viviríamos mejor formando parte de España. Suspensión por una semana, críticas terribles contra mis primeros pasos literarios y citación de mis padres. Todavía no me gusta Simón Bolívar, o el Simón Bolívar simbólico que nos obligan a adorar en las escuelas, pero desde aquel momento comprendí que la libertad de expresión termina cuando se critican los símbolos, y los dioses son símbolos. Ese árbol es un símbolo, y habíamos chocado contra él. Aun si eres escasamente inteligente podías saber que estabas metido en un gran problema.

Cansancio o no, o para no verme involucrado en esto, le dije que el pavimento estaba húmedo y el conductor había perdido el control. Perdió el control de un vehículo a eso de cien kilómetros por hora en una calle de menos de 20 metros de largo y mojada por la lluvia desde hace rato y atravesada por la mitad por un árbol centenario que complicaba el tránsito normal, suena muy lógico, ¿no?

Lo cierto es que el oficial anotó con indiferencia mi nombre, mucho mejor que el suyo que destellaba en una placa dorada: Felipe Mollejón, se bajó las gafas oscuras marca Terror y se marchó sin soltar alguna de esas frases compasivas que esperas oír cuando estás escoñeteado.

Quedé otra vez en el habitáculo de un dispensario y cuando me dispuse a dejarme caer sobre la camilla entró la enfermera para decirme que me fuera, que yo estaba bien. Su amabilidad había desaparecido por culpa de una fiesta de niños en Plaza Altamira que terminó en tragedia cuando una atracción se vino abajo. Sonaban ambulancias. Doctores corrían de un lugar a otro. Se oía el llanto de niños con las caras pintarrajeadas con corazones. Luego supe que lo máximo que ocurrió fue la fractura de una pierna del payaso encargado de la animación. Pero el hecho era demasiado bueno como para que la prensa amarillista caraqueña no dejara de publicar con enormes titulares Tragedia en Chacao. Un payaso con una pierna rota, joder, tremenda tragedia. Fue así como nadie habló del árbol centenario que había quedado de medio lado y que era el origen inadvertido del tráfico de varias avenidas de Chacao.

Así suceden las cosas: un árbol torcido a veinte cuadras generó una cola frente al Parque del Este que fue aprovechada por un grupo hamponil para asaltar un autobús oficial lleno de secretarias que iban a celebrar el cumpleaños del jefe. En su escape en motos uno de los delincuentes atropelló a un joven abogado que iba tarde a un juicio. Esto generó que su cliente perdiera un caso de varios millones de bolívares y que su empresa estuviera destinada a la quiebra. Varias familias quedarían en la calle. Toda una sucesión de eventos de los cuales ninguna de esas personas estaba consciente de que se había originado cuando un tipo había decidido estrellar su Aveo contra un árbol en una calle de Altamira. Sebastián se había propuesto arruinar su vida. En su camino había generado la reacción en cadena que chocaría esos átomos que éramos cada uno de nosotros. Desde ese momento todo el mundo estaba en riesgo de ser tocado por el caos.

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La vida estúpida de Sebastián Arana

La vida estúpida de Sebastián Arana, 3

28 enero, 2011 by Álvaro Rafael No hay comentarios

San Diego

3

Nunca pensé que Alejandra encontraría este relato. A pesar de que mi blog está abierto a cualquiera que tenga una conexión a Internet, nunca esperas que uno de esos visitantes sea la persona que protagoniza un relato que estás escribiendo. No importa cómo, sino que lo encontró y punto, y me llamó a medianoche, algo que tampoco es mucha molestia, ya que desde el accidente que sufrí con Sebastián duermo poco y ese insomnio se lo dedicó a terminar de hacerle las correcciones a mi libro de cuentos que, curiosamente, no tiene este relato en su lista y que, si nada extraño sucede, me sentaré a leérselo uno de estos días a Valeria, que también conoce el proceso involutivo que llevó a Sebastián a la estupidez.

Así que levanté el teléfono y del otro lado de la línea estaba la novia abandonada. Imaginas siempre escenas donde la chica, con un vestido de novia puesto, raído y con la cola ya negra de tanto arrastrar por las calles de diferentes ciudades, batalla por escupir de su garganta echa un nudo un discurso medianamente coherente que busque sacarle al mejor amigo de su novio maldito y perdido el por qué de todo lo que pasó. Pero Alejandra no es así: de entrada soltó insultos y amenazas y me dijo que ni le importaba si las publicaba o no, sabía que lo haría. Lo primero que me reprochaba era que yo haya sido tan burdo en disimular los nombres: que todos nuestros amigos (?) en común se reconocerían aquí y que el nombre que le di a ella en este relato (Alejandra) lleva su auténtica inicial.

Me pidió luego que aclarara unas cuantas cosas, en vista de que mi relato mostraba el punto de vista de la basura –así dijo– de Sebastián, que se pudra en el fucking infierno donde sea que esté. Primero: luego de que él le informara que no se quería casar con ella, ella jamás lo llamó: alguien con mi formación no caería tan bajo de llamar a ese engendro de la estupidez. Además, era esa basura quien se lo perdía, frase típica del manual del autoconsuelo del despechado.

Segundo: de dónde coño había sacado yo eso del acuerdo de engaños mutuos. Supe entonces que Sebastián era un maestro del engaño individual y de la liberación de culpas achacando a los demás las mismas cosas que él hacía. En ese momento la verdadera Alejandra echó a llorar. Del otro lado de la línea se oían lo que supuse eran las olas de la costa de San Diego, a donde la había enviado su papá luego de su frustrado matrimonio. Un curso de diseño, de modas, algo en lo que pudiera trabajar una licenciada en estudios liberales, qué sé yo. Me maldijo: dijo que yo era un imbécil por no decirle nada de lo que yo supuestamente sabía. En ese momento me acordé de las cosas que sabía de ella que nunca pensé en contarle a Sebastián.

Por último, y ya cuando ambos empezábamos a quedarnos dormidos, y luego de que me dijera que vendría a Caracas en unas semanas para aclarar aun más las cosas conmigo, me dijo, en tono ya de resignada paz, que Sebastián había acertado en irse con Dwuaylet, o como quiera que fuese el nombre real de esa negra y gorda que tuvo la desdicha de haber visto por Facebook. Colgó sin despedirse, y desde entonces espero la llamada para verme de Alejandra.

No pude revisar más los cuentos. Me senté frente a mi computadora a teclear un rato cualquiera cosa que saliera. Tampoco pude. Así que me asomé por la ventana para mirar una fila de motorizados de la PM que subían por la avenida hacia su cuartel de Maripérez. Al rato vi cómo salía gente de la Hermandad Gallega, tambaléandose como estúpidos por la borrachera y me pregunté, después de mucho tiempo, qué sería de Sebastián.

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Entrada de Instagram 2152757401870630145_17836884 «Y cada vez que vuelvo
Un mismo final
Afuera el mundo sigue
Soy uno más buscando en el mar
Cae el sol».
•
#Lima #sodastereo #atardecer
Entrada de Instagram 2128707588078247984_17836884 Caribe (2009).
Entrada de Instagram 2084614024348433291_17836884 En realidad, el plan era hacer una escala de dos o tres días en Santiago y proseguir con el viaje hacia el destino final. Esto no ocurrió y quedé con un boleto hacia una ciudad que no figuraba en mi lista por conocer y de la que conocía muy poco (Costanera Center, Estadio Nacional, precordillera). «Es una ciudad nueva de todas formas, un país que no conozco, veamos qué tal», me dije como consuelo. Lo cierto es que Santiago me ha sorprendido. Me he conseguido una ciudad con amplios parques y miradores increíbles, bulevares que se entrecruzan y dieran la impresión de nunca acabar, con unas calles que en algunas partes evocan alguna vieja ciudad como Barcelona o Roma y en otras, más modernas, explican muy bien el apodo de Sanhattan. Hay una planificación urbana envidiable, con un metro que desluce otros subterráneos que alguna vez me deslumbraron. Mi visión ha sido breve, la del turista en un viaje improvisado, pero me satisface lo que vi.#Santiago #Chile
Entrada de Instagram 2083487850083877342_17836884 Pacífico al sur.
Entrada de Instagram 2082368493836514550_17836884 En los últimos cinco años he conocido Los Andes desde Mérida hasta Santiago. Y la ruta sigue.
Entrada de Instagram 2081018812577561749_17836884 Punto de fuga.

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